PRÓLOGO
Conocí a Lavernne una tarde de invierno; los copos de nieve caían con pesadez sobre la hojarasca, y las flores marchitas se hundían bajo la creciente capa de nieve que comenzaba a cubrir el suelo de hierba muerta.
Los árboles caducos parecían estremecerse, totalemente desnudos, a causa del frío polar.
Mientras caminaba, oyendo solo el golpeteo rítmico de mis pasos, me encogía en la gabardina. Quizá trataba de infundirle a mi cuerpo algo de calor, pero ni con esas.
Las manos gélidas, las cuales apenas sentía, temblaban hundidas en los bolsillos del abrigo.
Varias veces estuve tentado de darme la vuelta y marcharme al calor de una buena chimenea; pero no podía.
En la lejanía, a través de la creciente niebla fantasmal, un sonido se iba abriendo paso cortando el silencio como si se tratase del filo de una cuchilla. Sonreí, pues conocía perfectamente de que instrumento provenía aquella melodía.
Era la música que producía un violín.
A medida que me fui acercando, acerté a distinguir el arco que descansaba sobre dos pilares de roca antigua, cubiertos parcialmente por una capa de líquenes. Escrito sobre el arco de madera podrida podía leerse:
Cementerio. (Aunque realmente estaba escrito en Italiano)
Dudé unos instantes.
Paseé mi mirada hacia los alrededores del lugar.
A ambos lados de los pilares de piedra se alzaba un muro semiderruido, no mas que un puñado de escombros enmohecidos.
Me atreví a dar un paso, y otro, y otro... hasta quedar justo en frente de la valla de metal oxidado. Puse los dedos sobre la superficie húmeda y la empujé levemente. Sorprendentemente, esta se abrió hacia el interior con un quejido agónico.
Contuve la respiración, visiblemente nervioso, mientras trataba de adivinar la procedencia de la melodía que aun continuaba escuchando.
Caminé entre lápidas olvidadas y ángeles de piedra cubiertos por la mugre y las enredaderas; como si estas quisieran asfixiarlos. Los querubines de rostros cenizos y muecas perpetuas de dolor parecían devolverme la mirada, y aquello me hizo estremecerme.
Recuerdo perfectamente la primera vez que la ví; se hallaba sentada en una de las tumbas bajo la protección de un ángel, el cual abrazaba una cruz de piedra, donde se apoyaba aquella joven de unos dieciseís años.
Tocaba el violín.
Ella era la que me había atraído con su música, con aquella canción melancólica que habría convertido a un optimista en pesismista en cuestión de unas pocas notas.
Pensé que la melodía no se trataba mas que de los gritos de socorro de un violín herido, torturados por el arco que manejaba su dueña, con el que rasgaba sus cuerdas hasta hacerlas sangrar. Y aun así, la música era hermosa, demasiado perfecta para ser real; igual que ella.
La chica alzó la mirada, y dejó inmediatamente de tocar.
Fue como si despertase de un sueño.
Ella me miró con cierto desdén, y esbozó una mueca que pretendía asemejarse a una sonrisa.
-Hola...-murmuró.
Me quedé petrificado, sorprendido, y por un momento me olvidé de como se respiraba.
Su voz, la voz de la joven que mas tarde conocería como Lavernne, era la más triste y mustia que había oído nunca.
Allen dobló el papel donde había descrito su primer encuentro con Lavernne. Lo guardó en su ajada gabardina, y sonrió.
Sí, lo había escrito, pero nadie mejor que él supo como ocurrió, y los recuerdos de aquel tiempo que pasó con Lavernne quedarían grabados en su mente para siempre.
Un sonido agudo y un hombre gritando: <<¡Pasajeros al tren!>> le hizo volver al mundo real.
Subió una pierna al vagón y antes de marcharse definitivamente, dirigió una última mirada al andén.